Antonio volvió a mirar el reloj, apurando su
refresco. Luis se tragó el mitad -templado ya- en pocos sorbos. Los dos
observaban desde la barra del bar a los tambores y cornetas de la archicofradía
que culminaba el recorrido en la
Iglesia de San Julián, tocando los últimos acordes de la
marcha. Una hora después llegó el silencio, los abrazos y los ecos de las
despedidas de cofrades y devotos, músicos y hombres de trono, emocionados y
dispersos, que se alejaban por la encrucijada de calles y travesías.
Antonio
y Luis pagaron las bebidas y los bocadillos. Sacudieron las migas de la
chaqueta azul con franjas amarillas fosforescentes. Empuñaron las escobas y los
carritos portabolsas. Y, por separado, comenzaron a barrer la calle por aceras
y asfalto.
A
mitad de la tarde, alguien tenía que limpiar todos los rastros de la última
procesión, tirados por el suelo.
Colgado en la Opinión de Málaga, y todos los que se presentaron al
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